Cuando se cumple el tiempo no tenemos que anunciarlo, somos el SUEÑO.

Todos somos el sueño de Dios para el bienestar del mundo. Cada uno de nosotros con nuestras capacidades dadas por Él, somos la esperanza de muchos que necesitan del Señor. Para realizarlo necesitamos saber quiénes somos en Dios y cual es nuestra parte de la obra. En ese hacer reside también nuestra propia bendición.

Libro: Descubra lo Sobrenatural en el campo profético 2 Conclusión


Creo que este fue el punto en el que realmente comencé a probar mi relación con el Espíritu Santo. Ahora sí ambos teníamos que ponernos de acuerdo y, si íbamos a trabajar juntos, deberíamos hacerlo de la manera más conveniente. De esta forma comencé a decirle qué le parecía si se movía mas delicadamente, podría ministrar a las personas sin tener que provocar tanto ruido y alboroto. Esto sería una buena manera de que los dos (el Espíritu Santo y yo) fuéramos aceptados para poder continuar funcionando y trabajando dentro de aquella denominación que mi familia y yo amábamos y queríamos respetar.
¿Puede uno llegar a imaginarse cómo un ser creado por Dios, una vasija de barro, a la cual Él por su gracia y misericordia quería usar como instrumento, puede atreverse a decirle al Creador del universo cómo moverse dentro de su propio pueblo? ¿Cómo darle a Él indicaciones sobre el modo de comportarse? Y ¿cómo podría aconsejar yo a quien es la sabiduría misma del universo?
En realidad esto parece completamente difícil de creer. Hasta qué punto puede llegar la necedad humana, salvo que Dios nos capacite para ver la verdad y esa verdad nos haga libres.
Por supuesto que entonces yo todavía no me había percatado de ello. Porque a pesar de amar tanto a Dios, querer servirle incondicionalmente y buscar con tanta pasión la presencia de su Santo Espíritu, estaba llena de orgullo y autosuficiencia, al punto de tomarme la libertad de aconsejar al Consejero.

“Porque un niño nos es nacido, hijo nos es dado, y el principado sobre su hombro; y se llamará su nombre Admirable, Consejero, Dios Fuerte, Padre Eterno, Príncipe de Paz” (Is 9:6).

Pienso en esto hoy y todavía no lo puedo creer; sólo le agradezco al Señor su tan grande amor y paciencia al tratar conmigo.
No me di cuenta de mi actitud equivocada sino dos años después. Más precisamente el 17 de Julio de 1997, día en que todo cambió en mi vida espiritual. Fue algo totalmente sobrenatural, conforme al plan de Dios, queriendo llevarme tan sólo por su gracia a otro nivel de conocimiento para que, como Pablo, yo pudiera llegar a decir:

“Conozco a un hombre en Cristo, que hace catorce años (si en el cuerpo, no lo sé; si fuera del cuerpo, no lo sé; Dios lo sabe) fue arrebatado hasta el tercer cielo” (2Co 12:2).

Había sido invitada a una serie de reuniones de pastores representativos de Argentina como intercesora profética, pues las autoridades del ministerio al cual pertenecía, me habían reconocido como parte de una presbiterio profético. Al término de estas reuniones, se nos dijo que debíamos prepararnos porque a la noche, algo muy fuerte de Dios iba a suceder. Aún se nos sugirió ayunar y arrepentirnos para estar listos a recibir lo que Dios quisiera darnos. La mayoría de nosotros así lo hizo, tratando de ser sensibles a lo que se nos decía; aunque personalmente debo confesar que dudé de poder experimentar más de lo que yo  ya estaba viviendo de parte de Dios. De todos modos, guardé cierto grado de expectativa en mi corazón, siempre sedienta de la presencia del Señor.
Esa noche vi traer hasta la plataforma a un hombre entre tres personas, que trataban de sostenerlo casi sin resultado alguno. Contó a duras penas su testimonio acerca de una visitación extraordinaria de Dios y lo que el Espíritu Santo hizo en su interior; todo sin dejar de temblar, doblarse hacia delante y contorsionarse repetidamente; daba la sensación de ignorar qué iba a sucederle al instante siguiente. Lo que yo estaba viendo era una posesión, en este caso, del Espíritu Santo de Dios. El ambiente era de gloria, se percibía una presencia pesada de Dios y todos estábamos bajo un temor santo, sintiendo una reverencia nunca antes experimentada.
A pesar de ello, lo que yo veía y oía (los gemidos de este hombre al contorsionarse repentinamente) chocaba con mi comprensión y enseñanza de que Dios es orden, armonía, estética, etc. Al final de la charla decidí que todo estaba bien pero estaba convencida de que yo no quería algo así para mi vida, pues no concebía de ninguna manera un comportamiento semejante. Así que cuando se hizo el llamado y todos corrieron hacia el frente, yo me agarré fuerte a mi silla (era como si algo estuviera atrayéndome hacia delante) completamente decidida a no dar ni siquiera un paso. Ni siquiera me levanté de la silla. El hombre estaba bajo la presión del Espíritu Santo, quien hacía con él lo que le placía.                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                  
Pero Dios, que es rico en misericordia, tiene sus formas de guiarme y en este caso usó a un pastor amigo que al tomarme del brazo y llevarme casi por la fuerza hacia el frente, donde aquel varón estaba ministrando e imponiendo manos, me dijo “No puedes perderte esto”. Por eso dije que fue sobrenatural, completamente inesperado, ni siquiera deseado a causa de mi total ignorancia acerca del poder sobrenatural de Dios.
Ni siquiera recuerdo el momento en que mi perspectiva personal cambió. Sólo me sentí dando vueltas y vueltas, a la vez que saltaba y brincaba por lo que me pareció casi una hora. Perdí totalmente el control. Sé que varias personas tuvieron que llevarme al asiento trasero de un auto y de allí a mi casa, que se encontraba a hora y media de viaje.
A lo largo de todo el trayecto, el Espíritu Santo me preguntaba “¿Harás lo que yo quiero o no? ¿Será a mi manera o no? ¿Usaré a otra persona? ¿Me dirás tú como cuidar y ministrar a mi pueblo? ¿Tú me darás las indicaciones a mí?”.
Allí, en el auto, creí que me moría, que aquella presencia me mataría. La angustia de no conocer hasta qué punto había ofendido a quién tanto amaba, provocó en mí la duda de saber si se quedaría conmigo o se marcharía para siempre. En el asiento trasero de aquel auto, sin poder dejar de llorar desconsoladamente, vi por primera vez mi arrogancia, mi orgullo y mi insensatez. Había querido darle órdenes a la tercera persona de la Deidad, al Espíritu Santo de Dios. Su presencia era tan fuerte y arrolladora que me hacía temblar, gemir y llorar desesperadamente a la vez que le pedía por favor que me perdonara. Era como si Dios mismo hubiese descendido para pedirme cuenta por mi actitud incrédula, desobediente y orgullosa. Me sentía morir, el interrogante luchaba dentro de mí. ¿Me perdonaría y me daría otra oportunidad o decididamente ya había escogido a otra persona para llevar a cabo el propósito divino de ministrar a Su pueblo como Él quisiera hacerlo?.
Yo sólo lloraba mientras le pedía perdón una y otra vez. Mi mente todavía no coordinaba, no pensaba, consciente únicamente de mi pecado y de que este Dios Santo había descendido para pedirme cuenta de ello.
Al llegar a casa, mi esposo se hizo cargo de mí. ¡ Cuánto agradezco su amor y paciencia, porque aún sin poder comprender todo lo acontecido, me cuidó por todo el tiempo que duraría esta experiencia y aún lo sigue haciendo amorosamente!. Recuerdo que yo pensaba en todo momento que aquello iba a acabar, que iba a estar bien, y que esa experiencia iba a terminar pronto. ¡Qué lejos de la verdad!. Lo que se suponía que era una visitación del Espíritu Santo por un tiempo no demasiado largo, terminó siendo una dramática experiencia que cambiaría completamente mi vida espiritual y, además de trastornar modelos aprendidos en mi mente, me transportaría a un nivel de responsabilidad totalmente diferente en el obrar con Dios.
Fueron veintiún días en los cuales no pude hacer casi nada por mis propios medios. Ni siquiera ocuparme de las tareas normales del hogar y, menos aún, presentarme a exámenes programados de un curso de inglés que estaba llevando a cabo. Ayudada por mi esposo y mi hijo concurría a las reuniones, en las cuales el Espíritu Santo se manifestaba poderosamente trayendo arrepentimiento y liberación, gozo y fortaleza. La gente ahora no sólo caía bajo el poder o danzaba, sino también gemía, temblaba y se contorsionaba.
Durante estos veintiún días tuve visiones, visitaciones de ángeles, pero sobre todo una preparación en la cual el Señor restauró mi vida y la de mi familia en forma completa. Era como si Dios mismo hubiese descendido para estar con nosotros. A veces, durante el almuerzo o la cena, el Espíritu Santo venía y todos caíamos al suelo llorando y gimiendo. En medio de la noche, el Espíritu Santo me despertaba y caía al suelo llorando, riendo o profetizando, teniendo visiones o visitas de ángeles que me traían mensajes. Era tener conciencia de Dios todo el tiempo. Leíamos la Biblia, orábamos y adorábamos mientras su Espíritu amorosamente nos sanaba y consolaba hasta lo más profundo de nuestro ser. Era tener un invitado que requería, no sólo todo el tiempo y atención, sino también consagración y responsabilidad. Para ser completamente sincera tengo que confesar que creí que había perdido la razón, no podía comprender qué estaba sucediéndome, y más aún cuando al preguntar a mis autoridades espirituales, me respondían que no tenían el menor conocimiento sobre qué significaba todo esto. Luego, gracias a Dios, ellos mismos corroboraron que en el pasado, cuando el Espíritu de Dios visitaba a personas o a parte de su pueblo, se habían experimentado manifestaciones similares. Esto, por supuesto, no significaba de ninguna manera una aceptación por parte de aquella denominación; cosa que no juzgo ni condeno porque aún yo misma había reaccionado de igual manera, como dice Pablo, en los días de mi ignorancia e incredulidad.
No fueron días fáciles. Ni siquiera podía salir de casa porque su presencia venía sobre mí en cualquier momento; no importaba qué estuviera haciendo, dónde o con quién, su Espíritu llegaba inundándome por completo, y debía alejarme de la gente para estar con Él. Aún hoy, ésta es su demanda. He atravesado momentos en que me he sentido muy ridícula, pero no lo cambio por nada. Le he dicho que sí y que lo haré a Su manera. Y así será.
Esta vivencia con el Espíritu Santo me ha llevado a conocerlo  y a ponerme de acuerdo con Él, aún sin estarlo completamente a veces; a tratar de agradarle, no  solamente con obras sino también con una correcta actitud que las respaldara.

“Sean gratos los dichos de mi boca y la meditación de mi corazón delante de ti,  oh Jehová, roca mía y redentor mío” (Sal 19:14).


Siempre supe que Dios ve en lo más profundo del ser, pues delante de Él todas las cosas están desnudas; pero ahora estaba realmente experimentándolo y eso era completamente diferente.
El Espíritu Santo comenzó a aconsejarme y revelarme la perfecta voluntad del Padre y tuve que llegar a decir como Pablo,

“...Había creído mi deber...” (Hch 26:9).

Fue entonces y sólo entonces que toda mi justicia propia, mi autojustificación y todo lo que levanté tratando de ser mejor para Dios, sin llegar a entender que su gracia se perfecciona o se lleva a cabo en nuestra debilidad o imperfección, comenzó a caer y hacer ruido dejándome la extraña sensación de que al final, pese a todo mi esfuerzo, nunca verdaderamente había conocido a este Dios de la gracia que se me estaba revelando a través de su Santo Espíritu.